En medio del bullicio alegre de pinceles, martillos y voces entusiastas, conocí a Elian.
Habíamos viajado hasta el distrito de Bugaba en la provincia de Chiriquí, para llevar a cabo una jornada de voluntariado en la Escuela El Santo. Un centro educativo de primaria pequeño, con solo 114 niños, donde las necesidades se sienten con solo cruzar la verja de entrada, pero donde la calidez humana te abraza con fuerza al dar un paso.
Trabajo en la Fundación Trenco, una organización que cree en el poder de la educación como motor de cambio. Desde esa convicción, gestionamos acciones de responsabilidad social en las comunidades donde operamos. Pero cada vez que entramos a una nueva escuela, la historia se repite: las brechas son abismales. Según datos de la UNESCO, más de 250 millones de niños y adolescentes en el mundo no asisten a la escuela. Una brecha que refleja una crisis global en la educación, donde los más vulnerables son quienes más sufren las consecuencias.
Y, aún así, la esperanza sigue viva en cada maestro, en cada madre de familia, en cada niño que sueña con un futuro distinto.
Ese día, nuestro equipo pintó, reparó conexiones eléctricas y organizó el comedor escolar. Con la ayuda de técnicos voluntarios, arreglamos lo que pudimos: focos dañados, llaves de agua rotas, cables sobrecargados. Cada pequeño arreglo fue más que un trabajo físico: fue un acto de respeto hacia los niños, una afirmación silenciosa de que su dignidad importa.
Mientras trabajábamos, la Asociación de Padres de Familia —mayoritariamente madres— nos preparaba un sancocho como gesto de gratitud. La directora, comprometida y presente. Y los voluntarios… los voluntarios entregaban lo mejor de ellos. No había ego, no había agenda personal. Solo había amor en acción.
Fue entonces cuando conocí a Elian.
Un niño de primer grado que llegó en su bicicleta a ver a su mamá. Me acerqué, lo saludé y le pregunté si le gustaba cómo estaba quedando el comedor. Asintió tímidamente.
Unos minutos después, con una voz que llenó todo el salón, regresó y nos dijo a todos:
—¡Gracias!
Más tarde, en las entrevistas que realizamos para documentar la jornada, Elian nos contó su sueño:
—Quiero ser chofer de bus.
Pero no lo dijo como un deseo cualquiera. Lo relató como quien ya ha vivido esa vida, describiendo las rutas, los costos de los pasajes, el trabajo del chofer y del “pavo” —ese asistente que cobra, anuncia las paradas y maneja los equipajes—. Con gestos, con voz firme, con una pasión que nos dejó sin palabras.
Elian sueña con ser parte de un mundo que conoce, que admira, que vive cada día.
Y allí, en medio de las sonrisas, de las anécdotas y del sancocho, entendí algo profundo:
Los niños aspiran a lo que ven.
Los niños sueñan con lo que viven.
Los niños aman lo que les es familiar.
¿Cómo pedirle a un niño que sueñe en grande si lo que ve son techos rotos, aulas vacías, escuelas olvidadas?
¿Cómo exigirle a una generación que transforme al país si nosotros, los adultos, no transformamos primero su realidad?
Salí de El Santo con el corazón apretado. Con amor, indignación, gratitud y con un profundo sentido de urgencia por hacer más por la niñez, a través de la educación
La educación no puede ser vulnerada. No podemos seguir construyendo discursos bonitos mientras en el terreno real se caen los techos, se pudren los cables, se apagan las luces.
Cada niño como Elian merece ver, vivir y soñar algo mejor. Y ese es un reto que debemos asumir todos los días, tal como lo establecen los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), particularmente con el ODS 4 de educación de calidad: garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos. A nivel mundial, 617 millones de niños y adolescentes no alcanzan los niveles mínimos de competencia en lectura y matemáticas. Esta es una llamada urgente a la acción.
El voluntariado corporativo es más que pintar paredes.
Es más que entregar donaciones.
Es un acto de amor colectivo.
Es reconocernos responsables unos de otros.
Es entender que el cambio no es un evento, es un compromiso.
Cada persona que se entrega en una jornada como esta, cada mano que pinta, que limpia, que arregla, que abraza, está sembrando una semilla. Quizás no veamos los frutos inmediatos. Quizás no nos demos cuenta del impacto real en el momento. Pero te aseguro algo: el alma de un niño como Elian sí lo siente.
La educación no es un regalo. Es un derecho. Un servicio sensible que exige presencia, humildad, respeto y cercanía.
Porque el desarrollo humano —no la infraestructura, ni la tecnología, ni los sistemas por sí solos— es la verdadera base del desarrollo sostenible. Esto está completamente alineado con algo de lo que se habla todos los días: el crecimiento económico, por ello el ODS 8 de trabajo decente y crecimiento económico, nos invita a promover el crecimiento económico inclusivo y sostenible; y nos subraya la importancia de invertir en educación y trabajo digno como pilares para alcanzar el desarrollo.
Y mientras existan niños capaces de dar las gracias con el corazón, y adultos capaces de actuar movidos por la esperanza, todavía queda mucho por hacer. Y lo más importante es que los gobiernos, la sociedad civil, el sector privado y todos tenemos algo que aportar para impulsar el cambio urgente que los niños merecen. ¡Actuemos ahora!
Autora
Malena Sáenz Illueca
Directora Ejecutiva de Fundación Trenco